(Conferencia ofrecida por Ernesto More en la Facultad de Química
de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, en diciembre de 1966)
Confiesa a ustedes que no hubiera querido ocuparme nuevamente de nuestro
gran poeta César Vallejo, porque habiéndolo hecho ya en otras oportunidades, la
insistencia puede tener sabor de especialización, cosa que yo detesto, tanto
más, cuanto que, entre nosotros, “especialización” siempre tiene visos de
monopolio.
Pero un ilustre amigo mío, a quien puedo llamar compañero de armas, porque,
en tiempos relativamente lejanos, ambos ejercimos el periodismo, se ha acordado
que yo he sido amigo de Vallejo desde los días en que el gran cholo llegó a
Lima, hasta la época parsina, cuando el poeta preparaba sus maletas para hacer
su primer viaje a Moscú, mientras yo preparaba las mías para el retorno al
Perú, en agosto de 1928.
Hubiera preferido decir sencillamente mis recuerdos, más como el doctor Iza
Arata, que es el amigo en cuestión, desea aprovechar para separatas las conferencias
que se ofrecen, por iniciativa suya, en esta Universidad, me veo obligado a
poner en letras de molde lo que Vallejo suscita en mí, actualmente.
Como no me siento un crítico, capaz de hacer una exégesis aceptable de la
poesía vallejiana, como ya lo han hecho tantos otros, en muchísimas partes del
mundo, preferiría decir algo que pudiera llevar como título: VALLEJO EN CUERPO
PRESENTE. Sí, como si el poeta estuviera de nuevo con nosotros, juzgando los
acontecimientos del mundo, de la patria y del mismo hombre; y más que
juzgándolos, tomando actitud vital frente a ellos.
Siempre me pongo a meditar en lo que pensaría y diría Vallejo, sí,
volviendo repentinamente a la vida, él, que tantos desengaños sufrió, ya que se
había acostumbrado a ver cómo se cerraban las puertas en cuanto se sentía que
él iba a pasar, viese su nombre circundado por un aura resplandeciente, lo
oyese fervorosamente pronunciado por tirios y troyanos, y hasta presenciase
cómo se disputan sus vestiduras los que están en trincheras opuestas, los que
lo negarían no tres, sino diez veces, si lo viesen de nuevo entre los seres
vivos.
(…)
Son infinitos ya los estudios y críticas consagradas a su obra. Por lo que
se me alcanza, en todas partes se ha rastreado por vía literaria, filosófica y
metafísica el proceso de su formación. Se ha indagado cuáles fueron sus
primeras lecturas, quienes fueron sus poetas favoritos, qué influencias
registraron sus poemas, qué escuelas pudieron haber determinado en él esa
fuerza inexplicable, esa rara cristalización que se advierte en cada uno de sus
poemas, muchos de los cuales no son precisamente comprensibles por vía racional,
pero que, por semejantes al fenómeno diatérmico, llegan al alma sin dejar
huellas en la razón. Casi podría decirse que, por este camino, se han agotado
ya todos los recursos de la exégesis y de la investigación. Y como no nos consideramos con fuerza y capacidad
suficientes para poner nuestro grano de arena en esta búsqueda literario-filosófica,
preferimos tomar otro camino, que por lo demás está más de acuerdo con nuestro
temperamento, y es el que nos conducirá a estudiar las particularidades de la
cantera misma de que salió esta muestra singular, ausente de todas las
colecciones, y de muy difícil catalogación.
La cantera de que salió Vallejo es naturalmente el Perú, su patria, donde
nació, conoció, por lo que se sabe, el calor del hogar y el incomparable amor
de la mujer, madre; donde conoció también el amor de la mujer, donde su mente y
su corazón, no bien emergían del surco, comenzaron a buscar afanosamente, en
sus relaciones con los hombres, la belleza y la justicia, categorías que para
él fueron inseparables. Aquí también conoció que se le desconocía, saboreó más
que el hambre misma, y peor que ella, el mendrugo que los omnipotentes dejan
caer de la mesa bien servida. Por último, conoció la angustia de la prisión.
Como maestro, estuvo en contacto con los obreros y campesinos.
No conoció Vallejo, ni en su patria ni en Europa, un momento de solaz y de
distensión. La clase dominante de su época, lo mismo que la de ahora, aunque
con signos diferentes, estaba hecha para sofocar todo pensamiento y toda
actitud de independencia. El intelectual que no acomodaba sus pasos al ritmo de
la oligarquía, el poeta que cantase con un tono diferente del diapasón
oligárquico, no tenía sitio en el banquete ni en el ágora. Para él no había
sino un lugar, o si se quiere dos: la cárcel y el destierro. Había también un
tercero, que es el que conoció Martínez Luján, el hambre, la miseria, la
disipación, el suicidio en función de caminar. Pero digo mal, pues se me revela
todavía un cuarto lugar, que es el que, por ejemplo, ocupó el poeta Eguren: el
de la sublimación. Eguren, cuya sensibilidad poética nadie se atrevería a
negar, consagró su astro a todo cuanto no tenía relación con el hombre: los
insectos, los pájaros, las flores, las muñecas, los celajes y los duendes. De
toda esta soledad, de este abandono total, Vallejo extrajo esta reflexión, que
es el leitmotiv de su existencia: “Yo vine a darme lo que acaso estuvo /
asignado para otro”. Es tremendo decirlo, pero yo encuentro que este verso,
cristalizado todavía en el Perú, constituye, consciente o inconscientemente, la
herencia, el patrimonio del peruano.
(…)
Páginas 127, 128, 129 y 130 del libro Vallejo,
en la encrucijada del drama peruano de Ernesto More.
0 comentarios:
Publicar un comentario